Buenas tardes

Hoy venimos con un básico de fondo de armario. Como os cuento en el episodio 2 del podcast, a raíz de dos conversaciones que tuve la semana pasada con dos clientas maravillosas me di cuenta de que NECESITABA hablar de este asunto. Al final nuestra vida está plagada de contratos: tácitos, expresos, escritos, verbales, civiles, mercantiles, administrativos, laborales… y no somos conscientes de ello.

A voz de pronto, los contratos se dividen en tres grandes grupos por la materia: administrativos o públicos, laborales y civiles, en los que tenemos la subcategoría de los mercantiles.

Los contratos administrativos o del sector público son aquellos en los que interviene una administración pública, por ejemplo el concurso del catering del cole o del transporte escolar, y se rigen por normativa específica (Ley de Contratos del Sector Público, por si algún masoquista está interesado).

Los contratos laborales son, dentro de los contratos privados, una suerte de derecho público, ya que se presupone que los trabajadores son la parte débil de la relación (podemos discutirlo, yo no estoy al 100% de acuerdo con esta afirmación, pero hoy no voy a entrar en este jardín) y el empresario se ve limitado en sus negociaciones por el Estatuto de los Trabajadores y los Convenios Colectivos, que garantizan los mínimos que deben regir la relación laboral.

Por último tenemos los contratos civiles y dentro de éstos los mercantiles. Los contratos civiles puros rigen relaciones entre personas que quieren hacer algo juntas. Casarse, hacerse una donación, alquilarse una vivienda una a otra, comprarse unos pantalones de segunda mano en la aplicación de turno. Los mercantiles son básicamente lo mismo, pero entre dos empresarios. Un contrato de prestación de servicios de marketing, un contrato de diseño de una página web para una empresa, un alquiler de un puesto de trabajo en un coworking, un contrato de suministro de lechugas para la tienda del mercado, una compraventa a una fábrica de calzado para venderlos en la zapatería local.

Estos dos últimos, civiles y mercantiles, son los que más nos influyen en nuestra vida, por tres razones fundamentales: la primera es que no tienen límites, las partes pueden pactar cualquier cosa que deseen. La segunda porque muchas veces no somos conscientes de que lo que estamos haciendo es formalizar un contrato, porque sólo he dado el 1,20 € al panadero cuando he comprado la barra de pan. La tercera y más importante, porque los contratos tienen fuerza de ley entre las partes contratantes. Y lo que dicen va a misa.

Como os cuento en el podcast, que a lo mejor se os hace más ameno que la lectura, tengo una clienta que se descargó un formulario de un contrato de alquiler. Negoció con los inquilinos y modificó las condiciones de forma verbal, pero esa modificación no quedó reflejada en el literal del contrato privado. Era una cosa “pequeñita”, los inquilinos no podían permitirse dos meses de fianza y finalmente se abonó sólo un mes de fianza. Y hubo problemas. Casi siempre que haces una cosa y escribes otra hay problemas. Y acabaron en un Juzgado. Y mi clienta no pudo probar que se modificó la cláusula de los dos meses de fianza. Y perdió la cuantía de un mes de fianza que se dio por entregada, porque así lo decía su contrato de arrendamiento, firmado por las dos partes y que durante algunos meses estuvo en perfecto funcionamiento. Os diré que, probablemente, ningún abogado le hubiera cobrado ni siquiera medio mes de fianza por revisar ese texto. Y se hubiera ahorrado un disgusto. La próxima vez que vayáis a usar un formulario sin supervisión técnica, recordadlo. Y luego, si os apetece, me llamáis, que yo os ayudo.

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